ABC | Milagros del Corral
Gracias a su historia y a su situación geográfica, encrucijada de varias culturas, España es uno de los países más ricos de Europa en patrimonio monumental y artístico, capaz de competir con los de Italia y Francia. Precisamente, acabo de regresar de un largo viaje por estos dos países y he podido constatar la notable diferencia que los separa en preservación, restauración y puesta en valor de su patrimonio. Llama la atención el esfuerzo de Francia en mantener sus joyas patrimoniales, que incluyen también un amplio abanico de edificios civiles y hasta de pequeños comercios cargados de historia y encanto, frente al descuido apreciable en que se encuentra el inmenso patrimonio monumental y artístico italiano.
En este terreno, España ocupa un lugar intermedio cargado de luces y sombras: desde el esplendor de muchos de nuestros museos a comenzar por el Museo del Prado, hasta el descuido incomprensible de cascos antiguos como el de Lorca (Murcia) o los desmanes sufridos por numerosos barrios madrileños de toda época: derribo de antiguos palacios en el eje Castellana, sustituidos por inmensos edificios de escaso interés arquitectónico; una nueva iluminación de lámparas «supositorio» y de bancos despedidores de paseantes, que han sustituido a las antiguas farolas fernandinas y a los clásicos bancos del Paseo de Recoletos, dispuestos a afear la arteria más bella de la ciudad, por no hablar del descuido de barrios populares que algunos se esfuerzan en ensuciar y degradar como si ello fuera un ejemplo de modernidad. Y, por supuesto, la falta de visión patrimonial y urbanística apreciable en los barrios nuevos y no tan nuevos, con esas plazas duras, empedradas con granito reconstruído en aras de no sé qué moda de escaso futuro, que resultan hostiles al ciudadano expresando un notable mal gusto y un inexplicable horror al verde, y dejando de lado cualquier intento de crear perspectivas atractivas y armoniosas. Bastaría con acercarse a la Plaza de Castilla, paradigma de lo antiestético que hubiera podido ser la plaza grande del norte de Madrid, pero este es tan solo un mero ejemplo de lo que acontece en tantos núcleos urbanos de nuestro país. Qué sería de nuestras ciudades si los regidores que nos antecedieron hubieran mostrado el mismo desprecio por la belleza y la armonía… No habría fuentes, ni estatuas, ni espacios verdes, no habría Parque del Retiro ni perspectivas bien estudiadas donde refugiarse en verano del sol impío ni de la inclemente lluvia en invierno, no disfrutaríamos de espacios donde descansar y refrescar la vista.
Sin embargo, es en el mundo de las antigüedades donde se aprecia mayor diferencia con nuestros vecinos europeos. Tanto franceses e italianos, como ingleses, belgas, daneses, checos y ciudadanos de otros países europeos, han sabido cuidar ese otro «patrimonio» familiar, sin duda más modesto que el Patrimonio con mayúscula, que sin embargo tanto dice de la vida de quienes nos precedieron: cuberterías y objetos de plata, manteles antiguos, porcelanas, espejos, lámparas, muebles auxiliares, alfombras, cuadros y esculturas, sombreros, pieles y bolsos que hoy llamaríamos vintage, y ese largo etcétera que ha encontrado en otros países una segunda vida en mercados de las pulgas y brocantes que hacen las delicias de nativos, visitantes y turistas en numerosas ciudades europeas, excluyendo las españolas.
Siempre me he preguntado por la razón de este misterio que, sin duda tiene que ver con nuestra historia política y económica, y nuestra idiosincrasia social. He llegado a la conclusión de que, en España, nunca contamos con una clase media acomodada, comparable a la del resto de Europa. Ocho siglos de lucha contra el invasor y un concepto civilizador basado en la fe, absorbieron la economía real, la de la gente de a pie; la sociedad española estuvo durante mucho tiempo compuesta por militares, sacerdotes y funcionarios de economía inestable, que llevarían a América la defensa de la fe y la codicia imperial: en otras palabras, la espada y la cruz. De ahí la fabulosa presencia del arte sacro en nuestro país. Mientras tanto, en Europa se desarrollaba una economía basada en la industria y el comercio y nacía una burguesía que daba importancia a los signos externos de riqueza, inspirándose hasta donde podía en las fastuosas cortes de Luis XIV y Cosme de Medici. De ahí que nuestros castillos, de carácter defensivo, nada tengan que ver con los châteaux ni con los palazzi, auténticos palacios, o simples palacetes, decorados con refinado gusto y voluntad de mostrar el estatus social de sus poseedores, una vocación solo presente entre unas pocas familias nobles de la Grandeza de España, muchas de las cuales sufrieron además el proceso de desamortización de Mendizábal que, ciertamente, favoreció a las grandes instituciones culturales (bibliotecas, museos, archivos, etcétera). Los resultados de la explotación de las colonias se invirtieron en guerras y más guerras, los desórdenes políticos del siglo XIX español y la guerra civil del XX hicieron inviable el nacimiento de una amplia clase media mínimamente acomodada. En resumen, nunca los españoles tuvieron tiempo de aficionarse al coleccionismo ni conocieron la moda europea de decorar las casas con objetos bellos. Cuando, ya en democracia, comienza a desarrollarse la clase media y, más aún, cuando en años recientes nos invade el consumismo, cierta ignorancia y un escaso cultivo del buen gusto hace que los españoles tiren a la basura las pocas piezas antiguas interesantes, herencia de la abuelita, y prefieran decorar sus casas con muebles de Ikea y vestir sus mesas con manteles de tejidos acrílicos. Usar y tirar es la consigna.
Quizás el talante español siempre tendió más a la búsqueda de ideales, sueños y quimeras, tan bien representados por Don Quijote en nuestra literatura y, en la gesta americana, por capitanes alucinados: la locura de Lope de Aguirre, la temeridad de Cortés, el ansia fundacional de Belalcázar, desde lo militar. Desde la perspectiva religiosa, esa tendencia se repite en las misiones jesuíticas y en la lucha por los derechos humanos y civiles de los aborígenes, sostenida por el fraile Montesinos, Fray Bartolomé de las Casas y San Pedro Claver.
Al hilo de los siglos, fuimos un pueblo cuya energía creadora se volcó más en la utopía que en los bienes materiales. Ahora somos un pueblo pacifista en lo militar, con la fe religiosa en declive y un sentido utilitarista de los bienes materiales, cada día más apegado al «usar y tirar»; un pueblo que tiende a arrumbar su historia en el baúl de los recuerdos y desprecia sin prejuicio todo lo bello y armonioso que, sin embargo, admira cuando recorre las calles de París, Londres, Roma, Florencia, Praga, etc.; un pueblo que se embelesa cuando se acerca a ese patrimonio ajeno —el grande y el pequeño— que perteneció a las familias burguesas europeas y cuya restauración y cuidado permite hoy vivir a tantos artesanos especializados en oficios aquí ya desaparecidos, si es que algún día existieron.
Si los paradigmas del pasado ya no están vigentes, y en el presente carecemos de visión patrimonial del legado que transmitiremos a las generaciones venideras, cuál será en el futuro nuestro perfil identitario es una pregunta que se añade a los múltiples interrogantes de esta época…
Milagros del Corral, exdirectora de la Biblioteca Nacional